
Sobre los retablos barrocos de San Juan Bautista de Cornellana El Lenguaje sencillo y directo de la Contrarreforma.
Por Celsa Díaz Alonso.
El anterior artículo fue publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA, en la sección La Nueva Quintana, el 18-11-08.
La parroquia de Cornellana, en el concejo de Salas, es un lugar geográficamente privilegiado. Como indica M. Calleja, sus amplias vegas en un terreno eminentemente montañoso y la situación sobresaliente para el acceso a la Meseta a través de la calzada de la Mesa la convirtieron en un punto estratégico hasta el desarrollo urbano de Oviedo en los siglos centrales de la Edad Media. No es, pues, extraño que la infanta Cristina, hija de Bermudo II y su primera mujer, Velasquita, fundara allí un monasterio dedicado a San Salvador.
Según la leyenda recogida por M. A. Arias, el ama de cría de la infanta Cristina se distrajo de su cuidado, momento que aprovecha una gran osa para arrebatársela e internarse con la niña en el bosque. Todos los vecinos se movilizan ante la voz de alarma y uno de ellos, que cruza el río a nado, encuentra a la criatura en perfecto estado y siendo amamantada por el animal. Éste es el lugar que elige la protagonista involuntaria de la narración en 1024 para fundar un cenobio en el que, una vez viuda, pasará el resto de su vida, y que se convirtió en lugar ineludible para los peregrinos que seguían la ruta jacobea primitiva.
De fábrica medieval sólo quedan en el edificio monástico dos magníficas portadas románicas y parte del templo, ya que fue totalmente remodelado en los siglos XVII y XVIII. Este último se alza en un lateral del convento y hoy es iglesia parroquial bajo la advocación de San Juan Bautista. Tras franquear su puerta por la fachada principal, a caballo entre el Neoclasicismo y el Barroco, el visitante cambia de registro y se introduce en un ambiente de oscuridad y meditación propio del Románico tardío. Y de telón de fondo, aunque nuestros ojos de hombres modernos ya están acostumbrados a tales contrastes, dos retablos barrocos que la pátina del tiempo y las inevitables veladoras del polvo integran en el austero espacio, configurando un lugar adecuado para la visita orarte, y a la vez contemplativa, por medio de escenas que evocan al peregrino los asuntos sobre los que se cimienta su fe: episodios bíblicos, vidas de santos, escenas marianas, etcétera.
Son muy sencillos en sus elementos arquitectónicos y contienen en los nichos imágenes claramente influirlas por el lenguaje de la persuasión dominante en la Iglesia del Concilio de Trento, pero cuya factura, algo tosca y popular, no llega a emocionamos como el naturalismo de las grandes composiciones.
En el siglo XVII el Monasterio de Cornellana hacía tiempo que había dejado de ser el foco de influencia cultural de los primeros siglos medievales. Asturias era, en general, una región marginal y pobre, y en su conjunto distaba mucho de ser un referente artístico. Sólo en casos esporádicos se cuenta con artesanos y artistas de primera calidad. El nivel cultural de la población, sobre todo en las zonas rurales, era muy bajo y la Iglesia militante de la Contrarreforma recomienda la utilización de un lenguaje sencillo y directo, destinado a afianzar la devoción de los fieles a través de imágenes sobre los misterios del dogma y de la historia del cristianismo para luchar contra las ideas heréticas protestantes. El objetivo de los sermones ha de ser «enseñar, deleitar y conmover», escribía el monje dominico Tomás Trujillo en 1579. La enseñanza del predicador ha de ser popular, apta para todo tipo de fieles, sin abordar cuestiones sutiles y exigiendo claridad en la exposición.
Todos estos presupuestos están fielmente reflejados en estos retablos. La sencillez del lenguaje y su accesibilidad para cualquier católico del siglo XVII hacen de ellos obras pedagógicas de primer orden.
Santoral benedictino
El retablo del altar mayor es una obra anónima que el profesor G. Ramallo sitúa entre 1610 y 1625 y reformado en su primer piso, cuya imaginería original, hoy desaparecida, ha sido sustituida por tallas contemporáneas. En el resto de las imágenes los monjes benedictinos, que tenían la propiedad del monasterio, nos presentan a sus santas y santos más eminentes: en el lado derecho de la predela o banco el autor sitúa a las mujeres, y a los hombres en el izquierdo. Junto a San Benito, creador de la orden, que como fundador de monasterios lleva la maqueta de un edificio en la mano, y su hermana, Santa Escolástica, con una paloma posada sobre el libro que sostiene, la misma que San Benito vio subir al cielo a la muerte de la santa, aparecen otros personajes ilustres, incidiendo especialmente en su faceta mística. Santa Lutgarda de Tours representada en uno de sus éxtasis, en el que vio cómo el Cristo crucificado se desclavaba para abrazarla, o Santa Gertrudis, que en su obra compuesta de cinco libros, algunos escritos por ella y otros dictados, «Heraldo de la amorosa bondad de Dios», más conocido como «Revelaciones de Santa Gertrudis», nos describe su matrimonio espiritual con Dios, en el que su alma fue absorbida por el corazón de Jesús, apareciendo en el relieve junto a un ángel que le pone un anillo de desposada y a su lado un corazón inflamado atravesado por una flecha.
No puedo sustraerme a la tentación de compararlo con el teatral y escenográfico Éxtasis de Santa Teresa que Bernini realizó para la capilla Cornaro en Santa María de la Victoria de Roma, que con su lánguido abandono del cuerpo y su sensual aspecto, acompañada por un bellísimo ángel de sonrisa irónica y aun provocadora, dio lugar a interpretaciones casi indecentes. Nada más lejos de nuestra casta y hierática santa benedictina, que recibe el divino regalo sin perder la compostura, sentada en su mesa con un libro abierto y sujetando el báculo indicativo de su rango de abadesa.
Entre los santos masculinos se encuentra Bernardo de Claraval, que se asocia habitualmente a visiones marianas por ser uno de los más fervientes difusores del culto a la Virgen. En este relieve se acompaña del denominado milagro de la lactancia. La Virgen, al estilo de una matrona, aprieta un pecho descubierto mientras su hijo, que permanece en pie sobre las manos del santo, sostiene en la mano izquierda un recipiente donde se deposita el sagrado líquido y con el dedo índice de la derecha señala al santo. San Gregorio Magno ocupa un lugar destacado entre los personajes principales de la orden: con la tiara papal, el báculo de pontífice y rodeado de libros y legajos, se nos muestra ante la visión de un alma del purgatorio entre nubes, a cuya intercesión se debe su salvación. Proviene esta tradición de la archiconocida obra «La leyenda dorada», de Santiago de la Vorágine, cuya fecunda imaginación marcará toda la iconografía religiosa medieval e incluso posterior. Cuenta cómo San Gregorio oró por el alma del emperador Trajano, consiguiendo así su salvación. Llegó a tal grado la influencia de estas leyendas que incluso se discutió si podría el alma de un pagano conseguir la salvación celeste ¡Y se propusieron infinidad de soluciones!
Leyendas del fundador
Aunque la Iglesia romana del siglo XVII prefería no incidir en ciertos temas que eran motivo de burla desde las filas reformistas, las órdenes religiosas persistieron en la narración de hechos y leyendas piadosas para presentar a sus santos, y sobre todo a sus fundadores, como personajes especiales, fuera de lo común. Es por ello que en el segundo cuerpo del retablo aparecen dos episodios de la vida de San Benito provenientes de la obra antes mencionada.
La escena del lado izquierdo narra cómo un joven Benito fue a refugiarse en un paraje solitario e inaccesible, aislado en una cueva. Sólo un monje de un monasterio cercano acudía de vez en cuando a la gruta para proporcionarle alimento mediante una cuerda de la que pendía un cencerro que avisaba al eremita de que bajaba un pan atado a dicha cuerda. Mas he aquí que en cierta ocasión el «común enemigo» rompió el cencerro de una pedrada, no dejando por ello el santo de enterarse de la llegada del alimento. Vemos en la parte inferior a un adolescente San Benito, sentado y con aspecto beatífico leyendo un libro, mientras en la parte superior un monje suelta una cuerda con una cesta enganchada -interpretación libre del artista-. A su derecha, un rojísimo demonio alado gesticula denodadamente en una forzada postura de tirar una piedra mientras saca la lengua. Era una imagen infernal para el peregrino del siglo XVII, pero que actualmente nos provoca una sonrisa por su inocencia y candor.
En el lado derecho acudimos a otra escena milagrosa narrada por «La leyenda áurea», en la que San Benito es más un protagonista espiritual que físico. Así la cuenta Santiago de la Vorágine: «Un niño llamado Plácido, oblato en el monasterio en el que San Benito vivía, fue al río a buscar agua y cuando estaba llenando el cántaro perdió el equilibrio, cayó al cauce y fue arrastrado por la corriente hacia el interior del río, quedando distanciado de la orilla algo así como un tiro de flecha. Por iluminación divina, el santo, desde su celda, supo lo que acababa de ocurrir, llamó en seguida al monje Mauro, le comunicó lo sucedido al niño y le ordenó que acudiera inmediatamente en su socorro: Mauro, recibida la bendición de Benito, salió a toda prisa hacia el lugar del accidente, se introdujo en el río y, con la misma seguridad y firmeza que procede el que camina por tierra, caminó sobre la superficie de las aguas hasta donde estaba Plácido; asió al muchacho por los cabellos, lo sacó del río y lo condujo sano y salvo al monasterio». En primer término, y ocupando casi todo el espacio, aparece el momento culminante del milagro. Mauro, sobre las aguas, atrapa del pelo a Plácido. En el extremo superior derecho dos monjes hablan, señalando el río, a la entrada de un edificio monástico: San Benito pone en alerta a Mauro del peligro que corre el pequeño.
Ambas constituyen las escenas de mayor voluntad naturalista de todo el retablo, con los personajes integrados en un ameno paisaje: agua, árboles, caminos, todos ellos símbolos usuales de la espiritualidad. El tratamiento de rostros y manos es mucho más delicado. Los tejidos y paños más airosos y sus pliegues tratados con más suavidad revelan una real voluntad de estilo.
Entre ambos relieves aparece una majestuosa transfiguración de Cristo, que entre nubes abre brazos y boca con intención de amedrentar al peregrino tanto como a los apóstoles que presenciaron el milagro. Va acompañado de los personajes del Antiguo Testamento: Moisés con las tablas de la ley y el profeta Elías en la parte superior. De la cabeza de Cristo salen rayos dorados curvilíneos para significar el rostro resplandeciente, y se rodea de un espacio más claro, a modo de aura luminosa que emana de sus vestiduras. San Juan, San Pablo y San Pedro contemplan la escena desde la zona inferior, colocados a nivel de suelo, presas del pánico ante la excelsa visión.
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